LITERATURA: Los de Adentro, por Chape Baker

LOS DE ADENTRO
(Ganador de cientos de premios imaginarios contemporáneos)
Redacción: Chape Baker
Ilustración: Gabriela Canteros
En el ingreso un cartel anuncia “Bienvenidos al Club”. A continuación por el camino de piedras otra chapa sugiere “Hágase socio, colabore con el club”. En la entrada no hay nadie que custodie, quizás todos puedan ingresar. A veces llego un poco cansado como dormido. A pesar de la niebla que envuelve al club desde el camino se distingue la vieja tribuna de tablones. Esquivando algunas miradas de extraños, sin querer involucrarme con cualquiera no me resisto llegar a lo más alto. Al llegar al último escalón me siento a observarlo todo, hasta donde logre hacerlo. Entrego atención a mi costado buscando distinguir algún conocido sin reconocer jamás a alguien.
En la cancha siempre hay pibes jugando. De vez en vez detienen el juego advirtiendo que no son once contra once. Es común que mirando hacia la tribuna pidan en voz alta que alguien entre a jugar. Pero nadie que esté sentado en la tribuna puede entrar a jugar. He visto en reiteradas ocasiones que por desconocimiento o resignación alguno de los que están sentados abren la puerta de tejido de alambre, dan un paso hacia adentro y es allí y cuando, que se desvanecen. También los he descubierto dirigirse al tejido y trepar por un lateral de la cancha evitando la puerta siempre con el mismo resultado. Por mi parte alguna vez levanté la mano en señal de agradecimiento cuando creí que me dirigían una invitación especial.
Estoy allí en contra de mi voluntad como todo sueño. Surjo frente al portón del club y no hay más alternativa que entrar. Hace años que me sucede. No ingresar sería permanecer en la oscuridad de alrededores donde los malhechores abundaban disfrazados de oportunos vendedores de banderas, gorros, camisetas sin colores de un club fantasma. El interior aparenta ser seguro.
De a momentos creí reconocer alguna jugada familiar, pensando así que quizás todo sea una película de nuestros partidos jugados. Tal vez alguien quiera recordarnos que algo bueno logramos. Una jugada, un gol, un quite, un caño. De no ser un campeonato. Y en contradicción, estuve convencido que ese recuerdo sería justamente la ausencia de esos partidos victoriosos, de las copas que jamás levantamos. Y allí me vi sentado sobre mi memoria sin otro fin que atormentarme una y otra vez. Tal vez quién sabe, a todos nos toque al menos una vez despertar en el campo de juego y así tener la oportunidad de revertir las cosas.
He visto desaparecer también a los de adentro tras un gol o una jugada maradoniana. Una noche el 4 de camiseta blanca convirtió con un remate desde afuera del área, corrió hasta el banderín del córner y allí lo escoltaron dos compañeros para abrazarlo en el festejo. Pero al desarmarse el abrazo, sólo dos de ellos quedaban en pie. El número 4 había desaparecido. Otro pensamiento que me hace peso es que ellos despiertan o que el espectador de la tribuna que se ve a sí mismo se recuerda y ¡pum! despierta al presente habiendo espantado a los fantasmas del pasado.
Involucrados con el juego, aplaudimos desde la tribuna los goles y las buenas jugadas. No sólo deportivas sino también aquellas generosas en actitudes humanas. Las disculpas, el estrechar la mano para levantar al caído y gestos similares. De modo antagónico, se oyen los silbidos ante situaciones poco honorables.
Así paso mis noches, variando las teorías, descifrando el motivo de mi presencia, conociendo personas de distintos lugares del mundo, viendo esfumarse a todos. Espero para despertar al amanecer, a veces desparramado en la cama, a veces en el suelo.
Pero la verdad escribo todo esto por miedo. Porque últimamente demoro más en despertar. Cada vez paso más tiempo sentado en la tribuna esperando empezar el día, hasta el punto que hace más de una semana que el partido termina antes que despierte y me quedo solo. Observándolos desaparecer, permaneciendo la niebla en el club y la oscuridad allá alrededor de la entrada. Algo está fallando y el Creador pareciera no notarlo. Por esa soledad extrema hay noches que invade un profundo silencio y se anida en mi pecho, sentado triste queriendo que se siente cualquier persona a mi lado que hable de fútbol, amigos, el clima, algo. Y a ello se suma la nostalgia de la vida malograda y se encima sobre los seres amados que alguna vez perdimos. Aquellos que Dios sabrá dónde están, deambulado por el limbo o sentados en la tribuna haciéndonos compañía. En algún otro sueño que quizá no recuerde, en el sueño de otras personas que también los extrañen.
Ayer, mejor dicho antes de ayer, dormí dos noches. Sí, me acosté a primeras horas del jueves y desperté el sábado a la mañana. Y recuerdo todas mis horas. Vi dos veces el club en pleno auge futbolístico. Vi aparecer y desaparecer gente en la tribuna y en la cancha. Escuché cientos de comentarios sobre la noche y el juego. Llegará el día la noche en que ya no despierte. Lo presiento. Me alcanzará la eternidad sentando esperando que algo suceda. Como esperar sentado en el banco de suplentes a que te llamen para ingresar a jugar. Sí, hay quienes esperan para jugar mientras se agota el tiempo siendo quizás tan cruel como la muerte misma, suspendido en el tiempo de la noche sentenciado al juego repetitivo de ver desvanecerse a personas que sólo juegan y ver aquellos que se hacen polvo al sólo intentar ingresar tentados por el juego divino de la vida. Me ha pasado de niño. Todo se terminaba y yo recién ingresaba a jugar. Debería incinerar algunos recuerdos.
Ya no sé si escribo esta pésima literatura sobre mi regazo o si sólo pienso las palabras previo a distinguir nuevamente la puerta de ingreso al Club.
Hace un instante bajé unos escalones quizás por miedo a la perpetuidad o ya resignado entreverando mis pies mientras esquivaba algunas personas y aquello que parecían ser envoltorios de comida. Me apoyé en el hombro del señor sentado en el escalón más bajo para de un salto poder llegar al suelo. No pude pedir disculpas pues él ya no estaba. Mi golpe al suelo desvaneció al público dejando también la cancha aislada de aquellos que veía hacía instantes. Los rincones del césped marcado a cal seguían allí en penumbras ocultando los banderines de los córners. Atravesé una puerta lateral de tejido que nos separaba de los vestuarios. Pisé suelo de cemento irregular que llegaba hasta el otro extremo y comunicaba a una última puerta que accede al campo de juego. Empujé la última puerta sin candado ni trabas, dejando atrás todos mis asuntos pendientes y recuerdos que no pude arrojar al fuego. Caminé hacia la cancha esperando el golpe fatal y sentirme desaparecer. En cambio sentí una brisa fría en mi rostro y pasos firmes sobre el césped. La niebla rozó mis ojos y por pocos centímetros evité toparme con el banco de suplentes local.
Al rodearlo y encaminar hacia el campo de juego para darle un final a esta pesadilla, me distinguí sentado solo observando hacia adentro, allí donde no se jugaba ningún partido. Sin compañeros, sin pelota, sin referee. Como un sueño dentro de otro, mi otro yo sentado en el banco de suplentes distinguió también mi presencia y de a poco, fue aclarando su garganta para las palabras más tristes de mi vida.
Te has muerto mucho tiempo antes de cruzar la puerta de alambre tejido. Alguien desde la tribuna te ha visto esfumar. Ningún esfuerzo ni valentía en este lugar hará desaparecer tu frustración, tu sueño y tu pesadilla. El pasado es irrenunciable. Tus asuntos pendientes son hoy mi querido y propio amigo, eternos. Nos veremos todas las noches por el resto de tu vida tu muerte y la mía. Por toda la eternidad. De este Club no te irás jamás”.

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