Por. Lúdico Ognimod
El hombre, en su errático caminar daba claros signos de incertidumbre, fraccionaba cada paso como intentando corregir su dirección. No vestía como acostumbran los mendigos, su ropa estaba limpia, aunque algo ajada, denotaba, quizás, un largo viaje sin más equipaje que el que pueden albergar cuatro bolsillos. Su mirada objetaba el cansancio con trémula opacidad.
Sintió que la tarde se despedía a sus espaldas y decidió detener su lerdo andar en una taguara de carretera, de esas donde suelen comer los camioneros y viajeros de pocos recursos, se sentó frente al mostrador, pidió agua y café ¿o viceversa? El dependiente del lugar, por un breve momento, dudó en atender su demanda, el hombre, como si adivinara el origen de las vacilaciones del empleado, sacó unos billetes de su bolsillo derecho del pantalón (en el bolsillo lateral izquierdo guardaba una daga enfundada en cuero) colocó el dinero sobre el mostrador sin pronunciar palabra alguna, pero con un seco toque sobre la madera del mostrador daba a entender que tenía como pagar; al otro lado del mostrador, el muchacho se apostó con algo de parsimonia frente a la vieja máquina Faema. El hombre con los codos apoyados sobre el mostrador miraba sus zapatos, a la vez unía la punta de estos con ansiedad y en forma insistente, hacia muecas con la boca dando impresión de ser portador de una gran angustia, como alguien que se enfrenta a un futuro condicionado por enormes restricciones, sus palabras eran tan escasas como su cordialidad.
Algunos clientes asiduos visitantes del local, intercambiaban frases entre si desde una mesa contigua (hablaban de fútbol), amenizaban su conversación con frecuentes sorbos de cerveza, sin reparar en la presencia de aquel caminante algo taciturno que guardaba una daga (enfundada en cuero) en su bolsillo lateral izquierdo del pantalón. El ritual de preparación del café seguía su acostumbrada rutina con los sonidos característicos que produce el impacto de los pomos porta filtros contra los bordes del misterioso reservorio donde recogen el cipo, los simpáticos clics y soplidos previos al embrujador aroma, plañían impíamente en el silencio, silencio quizás añorado por el hombre, a juzgar por su actitud, por esa forma de enunciar a los ojos ajenos estados de ánimo, estigmas de derrota o dolorosos padecimientos. El alimento preferido del pertinaz prejuicio no es otro que la apariencia exterior. Es entonces cuando irrumpe el dialogo imprescindible para satisfacer dentro de conformidad la petición, ¿Cómo quiere el café? Preguntó en tono indiferente y despreocupado el dependiente. El hombre hizo girar su precario asiento a su diestra, acomodó con la mano contraria la daga que portaba en su bolsillo (lateral izquierdo), apoyó su codo derecho con cierta pedantería sobre el mostrador mientras acariciaba su barbilla con los dedos pulgar e índice, sin dejar de agarrar la daga que llevaba en su bolsillo lateral izquierdo exclamó, con voz sarcásticamente acentuada – Dámelo igual que yo… Expreso-
El muchacho desprevenido, despachó el café tal como lo sugirió el hombre sin advertir lo insinuado en el juego de palabras. Café y agua en recipientes plásticos desechables, como el entorno, como los humanos y sus sobrevaloradas almas. En la mesa contigua los clientes, cerveza en mano, seguían hablando de futbol sin percatar peligro alguno. El ex convicto se levantó, prosiguió su caminar sin rumbo cierto, con notable torpeza desapareció en la penumbra que brinda la noche incipiente, haciendo uso de una libertad traumada por las punzadas que su daga en algún tiempo proporcionó manifestando su infamia, en algún cuerpo indefenso de mujer, sobre el sector lateral izquierdo.