Por Chape Baker
Ilustrado por Gabriela Canteros
Era como si lo hubieran dejado caer desplomado sobre el sillón. Casi desparramado con huesos inconexos entre sí y unos caminos de sangre aún frescos que caían de su boca manchando su pecho, su ombligo y sus piernas. Pero también había sangre en el suelo y en las paredes. El abuelo era una roca molida y Manuel lo observaba sin poder reaccionar frente a él, pisando la sangre, mirando sangre. Recorrió perdido con la mirada las paredes, el techo, buscando alguna pista de lo que había sucedido.
Manuel lo creyó muerto y llamó a su hermana. Mientras el teléfono sonaba, en su cabeza otra llamada hacía eco. Él atendió el recuerdo y del otro lado oyó una garganta áspera del día anterior “Tengo hambre, tengo mucha hambre”. Reconoció la voz de su abuelo pero no pudo ver el momento en que pronunciaba esas palabras. Quizás en aquel instante no lo haya estado mirando. Tal vez el abuelo hablaba cuando Manuel le daba la espalda. “Tengo hambre, tengo mucha hambre”.
Jésica atendió el teléfono al tercer intento de su hermano echándole un baldazo de agua fría a la voz del abuelo en su cabeza. Con algunas frases sin demasiada coherencia Manuel dio la noticia de la muerte del anciano mientras que el abuelo comenzaba a mover sus brazos tras una breve hipnosis. Manuel modificaba sus palabras cuando dio cuenta que aplastaba a las de su hermana, que en un estado de histeria le preguntaba por Pilar.
– No te preocupes, Pili no está conmigo, ella no sabe nada… de todos modos el abue…
– Tarado, el abuelo estaba a cuidado de ella. ¡¡¡Pili tiene que estar ahí, buscala!!!
Ahogado en voces del pasado, con su abuelo que parecía muerto pero sólo estaba durmiendo y el pedido de comprensión de su hermana, Manuel caminó esquivando manchas hasta llegar a lo que quedaba de la pequeña Pili, con el corazón en la boca, con un vómito y lágrimas de tristeza. Una niña de tres años en el suelo destrozada por un anciano, descuartizada. Sus bracitos fueron arrancados y devorados por el abuelo. Quizás aquellos trozos de tela y carne que veía un poco más alejado del gran charco eran aún parte de ella. Las sirenas de la ambulancia sonaron cada vez más cerca, más cerca.
“Tengo hambre, tengo mucha hambre”.